La gata llevaba tres días sin aparecer en casa. Sin duda alguna, sus vacaciones de Navidad habían empezado. En esta época, es normal que estuviera en casa de algún vecino, comiendo depojos y sobras.
Era época de matanza.
La jornada empezaba pronto, apenas había salido el Sol. Reunidos en la puerta de casa, la familia y algún vecino, se iba a buscar el cerdo.
Al llegar a la pocilga, los cochinos aún dormían, pero su hora estaba cerca. Un gran mesa de madera a la puerta, sobre la cual estaban los mejores cuchillos, indicaba que se había preparado su patíbulo particular.
Tras pesar a la marrana con la romana, todos a una la subían a la mesa, para así poder atar sus patas. Y una vez bien sujeta, se oía el estruendoso gruñido, y su vida se iba acabando poco a poco en aquel barreño de latón, sujeto por alguna mujer. Cuando la muerte era clara, se volvía a llevar al suelo y allí chamuscarle. Unas retamas de los pinares, escobas y tamujas eran los combustibles, y poco a poco la piel del cerdo iba perdiendo su pelo, hasta apagarlo por completo, para sí poder rasparlo bien.
LLegaba la hora de colgarlo y abrirlo, para poder eviscerarlo. A la vez se cogía un poco de carne, hígado y lengua, que alguno con coche llevaba al veterinario de Papatrigo o San Pedro. La triquinosis había hecho mella, y había que estar bien seguro de lo que se comía.
En ese momento, como agradecimiento a los ayudantes, siempre aparecía una bandeja de pastas y polvorones, botellines de cerveza, vino, y algún que otro orujo.
Hasta por la tarde, poco más que hacer.
Las mujeres lavaban las tripas y el estómago. Agua fría y caliente, tierra y alguna pared de adobe sus instrumentos.
Continuará.........
miércoles, 9 de abril de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario