miércoles, 28 de mayo de 2008

Días de siega



Había pasado el Corpus, y las cuadrillas llegaban a Cabizuela.


En esas primeras tardes, se oían las piedras de afilar en casa del señor Adolfo. Leopoldo y los suyos habían llegado desde Galicia, como año tras año, para comenzar la siega.


Con el alba aún por llegar, salían de los pajares los segadores. Gallegos, extremeños y serranos se dirigían a los campos a lomos de sus burros, los más fortunados, y el resto a pié.


Con los primeros rayos de Sol, se empezaba a dar buena cuenta de las algarrobas. El sonido de las hoces cortando la mies auguraba una larga temporada de trabajo.


Dos de los segadores iban abriendo el corte, para que el rapaz fuera atando las gabillas, que posteriormente se llevarían a la era para ser trilladas.


A la hora del almuerzo, el rapaz iba al pueblo a por la comida,montado en el burro. Poco a poco, las horas iban pasando, pero el cansancio no parecía hacer mella en aquellos hombres que segaban a tal velocidad que parecía cercano el fin del mundo. Pero el final de la jornada le ponía el Sol, y con el último atisbo de luz, los segadores regresaban a los pajares.


Una vez segadas todas las algarrobas, que servirían de alimento para el ganado, se continuaba con la cebada, la avena y el centeno, para acabar por las fechas de Santiago con el trigo.

Las gabillas que se iban haciendo al segar, se amontonaban en haces, para ser cargados al carro. Al llegar a la era, se extendían en parvas, para ser trilladas, pero eso ya lo hacía cada familia.

Los segadores habían acabado con su trabajo, y seguían con su camino buscando nuevos campos donde trabajar.


El año siguiente, con el calor, volverían a Cabizuela, para hacer lo que sus antepasados llevaban haciendo varios siglos. Segar.